Hay una película llamada “El
violinista en el tejado” en la que un tal Topol canta una canción que lleve el
título de este entrada. A mí, ni la película, ni la canción me dice nada, y, en
cuanto a título, no negaré que me ha hecho pensar a veces. Sólo pensar, sin ir
más allá, que duele. Pero hoy ha ocurrido un hecho que me ha llamado a
recapacitar. Me explicaré. Tras la comida he decidido tomarme un chupito de
whisky del bueno, porque yo suelo tomar uno del Consum “Higlander queen”, un
escocés que no está nada mal en cuanto a precio y resultado, pero, ¡Ay amigo!,
como dice Denzel Whasington en algunas de sus películas. Eso es otra cosa.
Sabido es por mis más
cercanos lectores que tengo un yerno escocés que me quiere mucho y, a veces
convence a sus padres de que me obsequien con whisky de su país, y claro, ya se
sabe que hay que mantener vivas las relaciones interfamiliares, con lo cual
¿qué mejor manera de intercambiar paellas por maltas?. Eso no quita que, a
veces, hayamos comprado a medias una botella de Auchenthosan para darnos un
homenaje, que al Macallan no llegamos, pero no es lo habitual, porque siempre
es mejor confiar en la buena voluntad de los demás.
A lo que vamos. Tras haber
disfrutado de la copa me he preguntado, una vez más, lo que debería de ser
sentirse rico. Es decir, convertir lo extraordinario en habitual, o casi, sin
tener que esperar a ocasiones especiales para poder disfrutar de las cosas
buenas de la vida, porque de las malas y las regulares ya vamos bien servidos.
Porque, a no dudar, o yo al menos no lo hago, la vida es efímera, y nuestro
transcurrir por ella es tan corto y, generalmente, tan poco agraciado que hay
que aferrarse a una ilusión, por inalcanzable que sea.
Soy de la opinión de que
venimos a este mundo ya programados, con fecha de caducidad, que lo de la
obsolescencia programada no es cosa del siglo XX ni anterior. Todo lo
contrario. En el genoma humano hay un rinconcito cabrón donde se esconde la
maldita fecha, lo que pasa es que no la conocemos, ni ganas, ¡sólo faltaba eso
para amargarnos la vida!, y, contrariamente a lo que nos dice el médico, sí,
ese médico que después de bien comer moja la punta del habano en un buen coñac
o similar, y le pega una calada que ríete tú de la que le pega Pinocho a su
puro en la película de Disney, contrariamente digo, nos pegamos un traguito
soñando con el tío Gilito.
Yo estoy en una edad que no
me atrevo a citar como la tercera, porque creo que esta se destina cruelmente a
los que ya tienen pocas esperanzas de mejorar, que no es que yo vaya a hacerlo
mucho más, pero entiendo que aún me queda cuerda para rato, o al menos eso
espero. Me circunscribo más al tramo entre la segunda y la tercera, la edad de
oro que se dice, que comienza, según dicen, en los 60 y alcanza su punto álgido entre los
70 y los 75. ¡Anda ya!., Para mí la edad de oro sería entre los treinta y los
cuarenta con un saldo en la cartilla de ocho cifras al menos, pero bueno, me
resignaré para no destacar.
Y en esta edad que me hallo,
todavía estaría a tiempo de probar lo de ser rico, aunque podría llegar a ser
infeliz, mi amigo Pepe dixit, por aquello de que me saldrían muchos amigos y
parientes hasta debajo de las piedras, por no decir los bancos, esos que ahora
me ignoran y casi desprecian. Pero, aún así correría el riesgo a costa de
equivocarme, sin lugar a dudas. El dinero dicen que no da la felicidad, pero no
hay duda de que ayuda, y mucho. Es fácil equivocarse en la vida, lo hacemos a
menudo, y a veces con nefastas consecuencias, con lo cual, de tener tras de tí
uncolchón en forma de dinero hace que el coscorrón sea menor que si no lo
tienes. Además sirve para comprar cosas y, sobre todo, voluntades, visto lo
visto.
En las películas vemos lo
que facilita las cosas el deslizar, como quien no quiere la cosa, un billete en
las manos adecuadas para que se abran las puertas, se acorten las colas de
espera y la cosa sea infintamente más fácil. En la película Casablanca, el
capitán Renault ordena el cierre del local que regenta Rick Blaine (Humphrey
Bogart) con la frase: “¡Qué escándalo. He descubierto que aquí
se juega”, mientras el croupier del local le entrega un fajo de
billetes diciendo: “sus ganancias, señor”. Y eso, teniendo dinero, está a la órden
del día.
Además me gustaría
equivocarme per se, sin que me lo cuenten, lo cual no me gustaría en modo
alguno, pero estoy dispuesto a correr el riesgo porque, ¿y si no es así. Y si se
está bien siendo rico?. No veo muy triste al Tío Gilito del pato Donald
mientras bucea entre billetes y monedas.
Todos deberíamos tener la oportunidad de pasar por estos trances para
que no nos lo tuvieran que contar las revistas y las televisiones. Malo no debe
de ser cuando las ansias de poseer se multiplican cada día.
Yo me conformaría con poder
viajar a donde me plazca, en primera clase, en buenos hoteles, ver mundo, que me
hicieran la pelota como en “Pretty Woman”, despreocuparme un poco de lo que
está por venir, que, no lo dudemos, tarde o temprano nos alcanzará, pero mientras tanto hay que sacarle partido a
la vida, que luego, teniendo dinero, vendrán las preocupaciones.
Hay que tener fé, dicen.
Pero para mí la fé es un invento de la religión católica a la que se adhieren
para continuar con su rollo, que, tras más de dos mil años, parece que les
sigue funcionando. Yo prefiero ser agnóstico y que me digan lo que quieran y
acogerme a lo más mundano, a lo material, a lo que puedo tocar y saborear. Que
luego ya veremos. Nadie ha venido a contarnos lo que pasa cuando nos vamos, y
eso que se lo pedí, y lo sigo haciendo, a mi querido amigo Andrés, pero ni
flores. De modo que, a vivir, que son dos días.
Y pensar que todo este rollo
viene dado por haberme bebido un chupito de buen whisky. Si lo sé no lo hago y
sigo con el del Consum, porque vaya elucubraciones tontas estoy haciendo. Hay
un axioma que dice que la muerte a todos nos iguala, pero estoy de acuerdo sólo
en parte, porque no es verdad; no todos mueren de igual forma después de haber
vivido. Carpe diem, decían los romanos, y tenían toda la razón, ya que luego
hay poco que contar.
En definitiva, que me
reitero en lo dicho, que me gustaría ser rico, si no como Messi algo menos,
pero meter la mano en el bolsillo y no poderla sacar vacía, vivir, lo que me
quede de vida, ya que hasta ahora no ha podido ser, con la seguridad de que
nada me iba a faltar ni a mi ni a mis hijas, que luego ya ellas se tirarían de
los pelos con lo que quedara. Como dice, una vez más, mi amigo Pepe.: “El que
cuando se muere deja herencia es que algo ha calculado mal”.
Pero a mi no me disgustaría
ser el culpable de eso.