miércoles, 13 de noviembre de 2024

Mi tierra huele a muerte.

Mi tierra huele a muerte. La noto cuando paso por la carretera cerca de los campos inundados, echados a perder porque, aunque vivo en la ciudad y no he sido afectado por las aguas, no dejo de reconocer la magnitud de la tragedia. Y huele, sobre todo, a desolación en las calles, a desencanto en las casas, en las familias, a desesperación por no poder abarcar con las manos, las suyas y también las de los otros, las de los que ayudan en silencio, sin preguntas, todas ellas llenas de barro.

Y también huele a más cosas que comienzan por “des”, como por ejemplo huele a la desidia de las autoridades, de los responsables de que la cosa funcione y no ha funcionado. Al desamparo que les queda, que nos queda, cuando observamos cómo se pasan la pelota de unos a otros; como aquellos se lavan las manos que ni siquiera se han visto manchadas con el lodo y que estos, los que sí, no pueden quitárselo de las suyas. Porque algunos, muchos, no tienen agua, o hace poco que les ha regresado a las casas y, a duras penas, calentando el agua en un microondas si tienen la “suerte” de contar con electricidad, o si el “tsunami” no se les llevó también la bombona de gas, al final del día, de ese día al que le pides más de veinticuatro horas para poder seguir luchando, le pueden robar alguna para, al menos asearse un poco, para quitarse de la piel el olor a mierda.

A desconcierto por no saber que más les puede pasar cuando todavía se anuncian fuertes lluvias, porque no pueden perder más de lo que ya han perdido, aunque conserven la vida - ¡qué paradoja; es lo poco que les queda! -, y miran de reojo al cielo entre paletada y paletada de cieno, cada día más apestoso, resbaladizo, traidor. A deshonor de los políticos que no hacen otra cosa que intentar salvar el culo para poder seguir asentándolo un día más, un año más, una legislatura más en sus secos y mullidos escaños, mientras aquí, en mi tierra, se despiertan –también con “des”- cada noche sobresaltados, insomnes, derrotados, los que lo han perdido todo. Los que únicamente tienen en su horizonte una mañana más, la siguiente, para acometer de nuevo la enorme, desagradable tarea de limpiar su casa, su calle, su pueblo, y sacar más y más enseres que van, inexorablemente, a la basura; coches al desguace, con la desconfianza y la incertidumbre de cara a las aseguradoras.

Y también huele a desfachatez; la que tienen y de la que presumen ciertos –muchos- personajillos, que no personas, que no buscan más que unos segundos de gloria por si acaso alguna cadena de televisión los entrevista; que se manchan mínimamente las botas de agua que han comprado para la ocasión con el objetivo de hacerse un selfie empuñando una pala o una escoba y hacer como que ayudan, cuando lo que se persigue es salir en el Pronto o que les den unos likes de más en sus redes sociales. Alimentar su ego a costa de los demás. Luego, enseguida, a casita, que huele a caca y me pongo hecho unos zorros.

A despotismo, el mostrado por quien se supone el máximo representante de la ciudadanía, de la nación, –“si quieren ayuda que la pidan”- cuando se le demanda auxilio, cuando las personas enterradas en el barro, ahogadas bajo el agua, claman con sus desesperados gritos sin voz, cuando los que afortunadamente todavía pueden hablar lo hacen, aunque sea con la boca pequeña, y solo reciben la chulería y la autosuficiencia de quien se cree por encima del bien y del mal. Qué vergüenza y, a la vez, que desvergüenza la mostrada sin ruborizarse siquiera. ¿Qué esperaba al venir a Valencia muchos, demasiados días después? ¿Que le dieran un besito en la boca…..?. Por guapo. A desafío, al que hizo el pueblo frente a los caballos de la policía. ¿Era necesario?. Al rey nunca le hubieran hecho nada, eso seguro, por mucho que le gritaran, por mucho barro que volara la cosa no iba con él. El problema era las malas compañías que se había agenciado; nada recomendables en esos momentos. La gente normal lo respeta, sean monárquicos, republicanos o lo que les dé la gana, pero no se les puede pedir contención ni que callen los exabruptos cuando se tiene la ropa mojada, los pies fríos y la boca caliente. No hacía falta la carga de caballería; quizás si acaso para “proteger” al que ni siquiera respeta a su rey.

Pero siempre nos quedará la desinteresada ayuda de todos aquellos que han venido a mi tierra a echar una mano, o las dos. A toda esa juventud a la que nos habíamos acostumbrado a tipificar como pasotas, como que la cosa no les atañe y nos han dado una lección a muchos, empezando por mí, porque no les auguraba nada bueno ni para su futuro ni para el nuestro por su falta de implicación en el mundo que les ha tocado vivir. Tal vez me equivoque y me deje llevar por el momento, pero siempre estoy a punto de rectificar. De momento no puedo por menos que darles las gracias por todo lo que han hecho y siguen haciendo cada fin de semana; por los quilos de barro que les han ahorrado quitar a los vecinos implicados; por el agua repartida, por la comida entregada a los que no podían siquiera salir de su casa por tener un coche, o dos, o tres, frente a su puerta.

El destino, que también empieza por “des” hace que mi tierra sea proclive a este tipo de desgracias, ya repetidas varias veces, sea por su situación geográfica o por la conjunción de acontecimientos que en ella se aúnan; porque es muy agradable bañarse en las aguas calentitas del Mediterráneo hasta casi finales de año, pero tenemos la contrapartida de lo que esto supone meteorológicamente hablando, porque crea estas catástrofes. Todo no se puede tener.

Mi tierra huele a muerte ahora, pero volveremos a percibir el aroma del azahar la próxima primavera, cuando las penas sean más lejanas, cuando volvamos a levantarnos como hemos hecho otras veces, porque no nos queda otra. La vida sigue.

Tiene que seguir. Al menos para los que quedamos.

Los que han desaparecido nos lo demandan.