No me gusta la Navidad. Y no es una cosa nueva, al contrario, es un sentimiento que viene de lejos y se repite cada año cuando llegan estas fechas. Supongo que algo tuvo que ver el hecho de que un año, por bocachanclas, en vez de continuar como si nada, no se me ocurre nada mejor que decir públicamente ante la familia que ya no quería recibir las estrenas.
Y es que, a pesar de tener ya una edad en la que pudiera parecer exagerado, en mi casa continuaba esa tradición, hasta que metí la pata y me quedé, al igual que mi mujer, sin aguinaldo. Porque desde que tengo uso de razón –y no hace mucho de eso- esperaba con ansiedad las horas posteriores a la comida del día 25 para pasar uno por uno a mis familiares y escurrirles un poco el bolsillo. Luego, bien asesorado por mi madre, apartaba una pequeña cantidad de lo recibido para, invariablemente dirigirme a la Feria de Navidad, en principio a la Alameda y no recuerdo si acudí a otro emplazamiento con los años.
Pero para mí, la Navidad me resulta triste, porque comparo ahora la alegría de reunir a varios miembros de la familia, teniendo que hacer verdaderos esfuerzos para conseguir meter en una casa no demasiado grande a tanta gente, del orden de doce o catorce personas, con lo que eso conllevaba, es decir, alargar artificialmente y peligrosamente la mesa mediante algún artilugio inventado por mi padre, y pedir alguna que otra silla a los vecinos.
Luego pasar interminables horas sentado a la mesa, comiendo más de lo aconsejable, jugando, por la tarde, al Palé, juego de mesa antecesor al Monopoly que solamente los que ya gozamos de una edad conocieron, o a los Juegos Reunidos Geyper. Cuéntales, no ya a tus hijos, que te miran con ojos de asombro e incredulidad, sino a tus nietos –si los tienes- esos que ya nacieron con un teléfono móvil bajo los pañales, y te darás cuenta de lo viejo que te está haciendo.
Pero era niño, y mantenía la ilusión de la fiesta, del cambio de rutina habitual durante todo el año, de creer en los Reyes Magos y todo eso. Y disfrutaba –además- de juntarme con mis primas y tíos, con la inocencia que tendía a olvidar el trabajo extra que para mi madre y mi tía suponía cocinar, alimentar y, sobre todo, fregar cantidad de cacharros tras la comida.
Ahora falta mucha gente alrededor de la mesa; muchos se fueron para no volver, simplemente por razón de edad, y es difícil juntar más allá de ocho personas. Se echa de menos, a unos más que a otros, a los familiares y amigos. Se acuerda uno de quienes, a pesar de no pertenecer a la familia ni haber concurrido nunca a estos saraos, están en la memoria. De aquellos que nos dejaron hace poco con un regusto amargo en la boca, por mucho que la reguemos con champagne o cava, o lo que prefieras, eso lo dejo a tu elección.
Y estoy triste porque Diciembre es un mes que me trae malos recuerdos, especialmente el del año pasado, en el que perdí a mi hermano pequeño; en el que celebré con mi querida cuñada su última Nochebuena a sabiendas –tanto ella como los demás- que no volveríamos a vivirla como tal. Y eso, acompañado de que, como dije antes, había perdido la fe en la Navidad y los villancicos y en todas esas buenas intenciones que la gente –no sé porqué- se empeña en recordarme con mensajes de móvil y SMS, eso me condiciona y puede hacerme parecer insociable, el Grinch o el señor Ebenezer Scrooge. Nada más lejos de la realidad.
Soy una persona normal –a menos que alguien me haga ver lo contrario- que valoro la amistad y por eso, a pesar de los convencionalismos que comportan estas fechas, me alegra que los amigos y conocidos me feliciten las fiestas y el Año Nuevo, aunque sea con vídeos al uso, porque lo importante, lo verdaderamente importante es que te recuerden.
Aunque no me guste la Navidad.
Diciembre 2022.
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