Si no te equivocas de vez en cuando, es que no lo intentas.(Woody Allen).
Cuentan los viejos del lugar que hubo una vez un chiringuito en el que se sirvió un plato de paella que no maridaba langostinos y pollo. Eso fue hace mucho mucho tiempo, en una galaxia muy lejana.
Aún hoy perduran los bares playeros setenteros donde se atenta contra el plato valenciano más internacional que ha habido y habrá, y que se ha convertido en la verdadera enseña nacional, superando himnos y banderas. En este tipo de restaurantes malditos se siguen sirviendo las mal llamadas paellas, que desafían los principios básicos del maestro cocinero valenciano. Porque, que quede claro desde el principio, es cocinero, no cocinera. La paella la hace el macho alfa de la manada. Nadie más. El macho de mayor rango es reconocido por la familia como el auténtico paellero, el único que tiene derecho a cocinar la paella para el resto de la tribu. Solamente en su ausencia, y por razones más que justificadas, el joven macho que aspira a ser maestro en temas paelleros tendrá la osadía de intentar emular al ascendente dominante. En el momento mágico de la cata, el resto del clan reconocerá las habilidades aprendidas por el aspirante, pero loarán, no sin cierto pudor, la paella que hubiera, o hubiese realizado, el macho dominante ausente.
Pero empecemos por el principio. La paella se llama paella. Es decir, el utensilio donde se cocina. El plato toma el nombre del propio recipiente, que significa «sartén» en valenciano. Si el cocinero oye la palabra «paellera» con total seguridad un escalofrío recorrerá su espalda, y tal vez una mirada compungida señalará a aquel que haya osado no llamar las cosas por su nombre.
La paella se cocina siempre a leña. Hacerla con gas es bajar a los infiernos. Si por alguna razón la vida te pone en la tesitura de cocinar una paella a leña, el «paellero», nombre técnico que reconoce al cocinero de la paella (pero también al lugar donde se cocina), tiene la obligación de mencionar, aunque sea de soslayo, que como las paellas a leña no salen ningunas. En ese momento es lícito recordar, con lágrimas en los ojos y el corazón encogido, el walk of fame de las mejores paellas que albergue nuestra memoria. Todas a leña, por supuesto. En lo tocante a la leña, todo buen maestro paellero sabe, conoce y reconoce, que la mejor paella se hace con leña de naranjo. La medalla de plata es para el limonero, y luego no hay nada. Un enorme vacío que no permite usar otra leña que no sea la endémica de los cítricos que pueblan las cálidas costas valencianas. Una especie de nihilismo leñero que nos encoge el alma. Aunque todo buen paellero usará aquella leña de la que disponga sin criterio alguno, pero con un recogimiento y un silencio que no podrá ser perturbado con la mención de la leña de naranjo o de limonero, en su defecto.
El principio de una buena paella es el nivelado. Es el momento en que un maestro paellero se la juega, como en las distancias cortas. El aceite debe de quedar exactamente en el centro de la paella. No centrar el aceite es el inicio del desastre, el principio del fin, el apocalipsis, el omega. En Valencia se han levantado altas torres, y alguna ciudad futurista, con menor precisión con la que se nivelan las paellas. Lo primero es lo primero.
Los ingredientes de la paella no se discuten. Dos verduras esenciales e innegociables, impertérritas y sempiternas, eternas y constantes. Garrofón y judía verde. A la judía verde nunca se la llamará judía verde. Se la llamará bajoqueta (pronunciado «bachoqueta»), aunque se hable en castellano. Este es un código transmitido desde la noche de los tiempos, y verbaliza uno de los máximos mandamientos de la paella: desconfiarás de aquel que llame a la bajoqueta judía verde. Esa gente no es de fiar. Un maestro paellero sabe que no está en Valencia si alguno de los comensales hace el manido chiste en el que llama «garrafón» al garrofón, con mención implícita o explícita a los combinados alcohólicos. En ese preciso momento toda la tristeza y toda la nostalgia caen como un jarro de agua fría sobre el paellero, que no se reconoce entre sus iguales, sintiendo una punzada en el corazón y un desánimo en su espíritu. La tercera en discordia, el bronce de las verduras, es la alcachofa. Todo lo que traspase estas líneas rojas pasa sin solución de continuidad a la paella de chiringuito. Cualquier otra verdura hará que al maestro paellero le suban las pulsaciones, se ponga rojo de ira o le dé un síncope, especialmente cuando aparecen los temidos pimientos, guisantes o cualquier otra verdura inventada por el demonio en el peor de sus delirios malignos.
La carne es pollo y conejo. Ya está. Si tus ancestros son habitantes de la Albufera, entonces se permitirá la licencia de poder añadir focha, un ánade endémico de la laguna dulce valenciana. No existe más allá y, sobre todo, no podemos transgredir la frontera del cerdo. Una paella pierde su nombre cuando el marrano aparece por la puerta. Un maestro paellero debe renegar del uso de las costillitas de cerdo, que se reservan para otro de los arroces del olimpo valenciano, el arroz al horno.
Al paellero le acompaña en la ceremonia cierta fauna variada que rodea al fuego mitológico donde se cocina la paella. Debe existir, y si no no se puede completar el rito atávico de la paella, el tocapelotas. Cada grupo que se organiza en torno a una paella debe tener designado, aunque sea de forma tácita, un tocapelotas, que debe ser reconocido por el resto de la tribu paellera. Su obligación es realizar indicaciones periódicas sobre cómo él (este es un juego de machos) haría la paella, y cuáles son las objeciones esenciales al plato que se está cocinando. Entre su inventario de quejas puede elegir entre el orden de cocinado de los ingredientes, el nivel de agua en la paella o el punto de sal una vez servida en la mesa. Se aconseja que el tocapelotas intervenga entre tres y cinco veces durante la realización de la paella. Superar ese número de interrupciones puede considerarse molesto, y le acerca al riesgo de no ser invitado a la próxima paella.
Hay un momento en que los machos del grupo se reúnen en torno a la paella para realizar la ceremonia del hígado frito. Mandan los cánones que el maestro paellero sacará el hígado cocinado del conejo y se lo ofrecerá a uno, máximo dos individuos, del grupo que se sabrán reconocidos por el cocinero como aquellos a los que se tiene mayor aprecio, aquellos a los que el maestro los reconoce como sus iguales, aquellos que pueden entender los entresijos ocultos del rito esencial de la paella. No hay mayor honor que el cocinero te ofrezca el hígado. Y hay que reconocerle el gesto, porque de lo contrario el resto de la tribu desconfiará del individuo que haya mostrado su rechazo ante tamaño presente.
Sabe el valenciano que el arroz no se echa de cualquier forma a la paella. Hay dos modalidades aceptadas por la Real Academia de la Paella, que no existe, pero que habita en el imaginario de todos y cada uno de los auténticos comedores de paella. A saber: en caballón y en cruz. No a puñaos, no sin criterio. No somos bárbaros. Existen unas reglas no escritas pero fijadas innatamente en el intelecto del cocinero valenciano, y que se reconoce en todas las eras de la arqueología de la paella.
Todo buen valenciano sabe que la auténtica paella se cocina con agua procedente de Valencia. En el hipotético caso de que se tenga que cocinar la paella fuera de las lindes regionales, el maestro paellero estará obligado por su honor a transportar tantas garrafas de agua de Valencia como sean necesarias para el óptimo cocinado de la susodicha paella. Si algún neófito cuestiona tal principio se balbuceará alguna frase inconexa sobre la dureza del agua, sin necesidad de apelar a los socorridos grados franceses.
Otro momento cumbre es la corrección del punto de sal. Solo puede haber un elegido. Un escudero que comparta la extrema responsabilidad del punto de la paella. No puede ser cualquiera. Debe ser otro macho alfa maestro paellero, tal vez de menos rango, pero curtido en mil batallas paelleras, que sepa reconocer o predecir con precisión de quiromante si a la paella, una vez lista, le faltará sal. No hay momento más emotivo para el maestro paellero si ante el ofrecimiento de la cuchara humeante su homólogo asiente con un gesto silencioso, aunque condescendiente.
El clímax ocurre cuando la paella se deposita en la mesa. Los machos se agolpan rodeando el tótem paellero, del que comerán directamente, aunque con una serie de reglas que no pueden ser violadas o trasgredidas. Las mujeres y los niños, como si de un barco se tratase, deberán resignarse a comer «en plato». Los más altos honores se reservan para el maestro paellero, que escogerá arma y lugar para el duelo al atardecer. Dos utensilios se reconocen como verdaderos y únicos: la cuchara de madera y el tenedor. En este orden de pureza. Será el cocinero el que indique el momento de empezar a comer, el que dé el pistoletazo de salida, el que ofrezca el Corpus Christi. Hasta ese momento nadie osará profanar la magna obra realizada. Y entonces podrán comenzar la comilona el resto de integrantes del evento paellero, quienes, esté como esté la paella, deberán realizar toda mezcolanza de gestos, palabras y gruñidos de los que sean capaces, con el objetivo único y sublime de alabar la paella, destacando sus virtudes y ocultando sus defectos.
El valenciano de bien sabe hasta dónde puede comer en la paella. Sabe que se come en su área de influencia, siempre de fuera hacia adentro, del perímetro al centro, y que aproximadamente le corresponde medio radián de la circunferencia. Y sabe que es necesario dejar un muro de arroz que servirá de frontera inexpugnable para los comensales que tiene a ambos lados, quienes, si son unos auténticos gentlemen de comer paella, nunca osarán derrumbar o traspasar. Si el muro de Berlín se hubiese erigido en Valencia con arroz de paella todavía seguiría allí. Lo sabemos todos.
Pero hay normas no escritas que ningún valenciano revelará nunca, aunque seamos pasto de las más diabólicas torturas o de los más suculentos chantajes. Todo valenciano sabe que solo se come paella en Valencia, y que ese es su cielo en la tierra. Todo lo que sea traspasar las fronteras de la terreta es garantía de no poder degustar una auténtica, verdadera, genuina paella valenciana. Si alguien dice que ha comido una buena paella pongamos en Murcia, lo miraremos con la ternura del padre que mira al niño con el mundo por descubrir, y que todavía tiene mucho por aprender.
El sublime y único placer de la realización de la paella nunca alcanzará los chiringuitos playeros o los restaurantes más consagrados. Tal vez se pueda comer una buena paella en algún reducto marinero, pero la liturgia de la paella tiene sus sacerdotes consagrados, sus monaguillos pinches y algún que otro hereje al que perseguir sin descanso.
Buen provecho.
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