Salgo a la calle como cada día, bien
para comprar el pan o cualquier otra falta y observo que hay más gente
deambulando, paseando perros, que es lo habitual y también niños con sus papás
tomando el sol, pero también hay gente que está sin motivo que lo justifique
hablando unos con otros, con o sin distancia de seguridad.
Ayer mismo fui testigo de cómo
un borrachín habitual del barrio interpelaba a una señora que paseaba el perro
(atado), mientras que él, junto con su pareja y su hija más un par de personas
estaban sentados en un banco del parque dedicándose a su actividad habitual, es
decir, al botellón. Ni distancia, ni respeto, ni decoro ni falta que hace. No
quise intervenir en favor de la señora porque conozco de sobra al sujeto en
cuestión y así evitaba un confrontamiento innecesario.
Este tiparraco se pasa los días,
no ahora con el confinamiento, que también, sino durante el año, haga frío o
calor, en su "puesto de trabajo", que no es otro que cualquiera de
los bancos del parque, acompañado de su hija de cuatro años más o menos y
haciendo "levantamiento de vidrio"; ejemplarizante acción para la
niña, que por cierto está sin escolarizar. Y tiene suerte, porque la policía no
lo pilla nunca en pleno acto delictivo, o si lo pilla mira para otro lado.
Yo creo que la gente se está
empezando a tomar a guasa el encierro y está, en cierto modo, pasando de todo
porque está harta. También lo estoy yo y cumplo con mi obligación aunque solo
sea por respeto a los demás. Ayer mismo estuve hablando por teléfono con un
compañero de clase de inglés que vive muy cerca de mi casa y me hubiese gustado
verlo en persona, aunque no nos diésemos ni siquiera la mano. Tampoco veo a mi
madre, mi hermano ni mis hijas y nietas.
Como esto se prolongue no sería
de extrañar una especie de motín. Ya hay más gente trabajando y eso se nota en
el tráfico con lo cual me parece absurda la medida del responsable de Valencia
de ponerse ahora a remodelar la plaza del Ayuntamiento, con asfalto incluido y
a habilitar más carriles bus y peatonales. Pero con el tarugo que tenemos de
concejal de urbanismo ya casi no me sorprende nada.
Cuando estaba en la calle para
ir a la compra, al doblar una esquina casi he tropezado levemente con otra
persona, nada inusual por cierto, y ha reaccionado como si yo fuese el
mismísimo diablo. Total ha sido un pequeño roce y eso me hace pensar en lo que
nos espera cuando nos suelten la correa y el bozal; si ahora te fulminan con la
mirada luego no te servirá ni pedir perdón, a la mínima se te comen.
Pero a mí me da igual porque tengo el
firme compromiso de dar besos y abrazos a la gente que quiero y también a la
que aprecio, siempre que ellos se dejen.
Total, sólo me puedo morir una vez en
la vida.
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